El asombro que se escurre entre los dedos
Cuando era niña quería comerme la vida de un solo bocado. Todo lo quería entender. Me moría por saber los secretos más profundos de cada ser relevante, a mis cortos ojos de niña de 10. Me devoraba los libros. Traducía las canciones del inglés que resonaban en la radio. Las interpretaba en todos los contextos de cada palabra y en una canción se escondían cien mil significados. Mi búsqueda era limitada, solo podía saber aquello que significaba algo según el diccionario; se me escaparon de las manos todos los dichos coloquiales que una extranjera -como buena extraña- no comprende. Para los extranjeros, la literalidad es el principio de incomunicación y la incomunicación, una forma de muerte lenta. Adoré las letras. Me maravillé del juego completamente humano de mezclar cientos de símbolos y sonidos para construir palabras y a ello, dar significados. Construir realidades desde la capacidad de verbalizar. Entendí que los idiomas atienden a los territorios como las cartografías de los sentires atienden a las realidades contextuales que en historia y lugar son tan distintas.
Los franceses llaman "l'appel du vide" a esa sensación de asomarse desde lo alto de cualquier punto hacia la naturaleza, un abismo que parece el vacío, caídas tan profundas de las que no alcanza a mirarse piso ni tope. La expresión se refiere al impulso de lanzarse.
El alemán tiene una emoción denominada "Schadenfreude", significa el gozo que se siente cuando alguien fracasa o tiene dificultades en su vida. Es la emoción que se alegra de la enfermedad ajena o de las tragedias de cualquiera. No es la típica envidia, simplemente, es el gusto por mirar el naufragio ajeno con la certeza de la tranquilidad personal.
En el Yagán, lengua indígena de Tierra del Fuego, existe una tierna expresión que relata el coqueteo entre dos tórtolos que se atraen, cuya timidez les hace permanecer en el anonimato de la declaración amorosa. Aquellos que tienen esa mirada cómplice, suave y compartida cargada de efluvios deseosos por iniciar algo. Esos enamorados que se advierten a distancia, pero que ninguno se atreve a dar el primer paso. Lo nombran como "Mamihlapinatapai". Lo curioso es que el código milagroso humano hace que compartamos emociones universalmente y gracias a la lengua, podamos describirlas en un esfuerzo traductor que va mutando siempre. En el español no tendrán palabras precisas pero si logran ser descritas con un conjunto de palabras que aglomeran sus significados en tiernos festínes de la lengua.
No sabía que entre más quisiera yo entender, menos entendería. Durante la adolescencia, pensé que había conocido todas las artes amatorias. Que sabía nombrar a los amigos y a los amantes, a los enemigos y a los pedantes. Creía haber entendido mil razones de ser y existir e inclusive, me atrevía a nombrar lo innombrable, obsesionada por colocar etiquetas dignas de la época del olvido y el insomnio de "Cien años de soledad" descrita por Gabriel García Márquez. En la espiral del nombrar, decidí etiquetarme tanto que un día, me desconocí. El paso del tiempo me labró la conciencia al punto de hacerme entender que no hay etiqueta decisiva para siempre, que lo etiquetado como lo definido, se limita mientras que la esencia humana es expansiva. Nunca limitada, siempre oculta y misteriosa, con algo por descubrir y otra cosa por cambiar. Me quedé sin dientes, sin ropas, sin cuerpo, sin carnes. Ninguna etiqueta me encajó y al salir de vuelta al mundo, como ermitaño que durmió demasiado en su cueva, descubrí también que el asombro se escurre entre los dedos como arena fina y preciosa, compuesta por polvos de oro y diamante, que nadie puede atrapar.
Ningún asombro es suficiente ahora. La capacidad de sonrojarse quedó percudida por la realidad. Ese hermoso tesoro que aún me maravilla como la palabra "hiraeth", del galés, que expresa esa nudo en la garganta guardando una mezcla de nostalgia, anhelo y tristeza por lo que anhelamos, por la calidez del hogar o el año en que creímos ser felices, por los ojos o las posibilidades del ser amado, que ya no existe o probablemente, nunca existió. Aquella emoción que tenemos al proyectar mil virtudes sobre nuestros enamorados y un día, despertar con la realidad golpeando nuestras narices para saber que eso que nos inspiró, se ha esfumado y ni siquiera lo notamos.
El asombro que cosquillea entre las risas de los rusos cuando le llaman a alguien "pochemuchka" para referirse a los necios, esas personas que hacen demasiadas preguntas con una curiosidad infantil, reviviendo los instintos maternales de cualquiera. Que ahora, parecen ser poquitos. Se siente muy poco "komorebi", del japonés, que expresa esa multicolor y sutil, casi humeante, luz solar que se filtra a través de las hojas de los árboles, evocando calma y belleza efímera. Eso que se siente al recostarse en el pasto con un poco de miopía o astigmatismo que encima, le saca destellos brillantes y reluces color arcoíris. Se siente perderse como se pierde mirar al cielo queriendo encontrar formas en las nubes. A esa adolescente que habitaba siempre la emoción "kilig", palabra de Tagalo, Filipinas que describe la sensación emocionante y nerviosa que se siente al experimentar algo romántico o especial, todo le ha quedado enorme y hoy se percibe pequeñita e inerme. Sin entender nada. Quedando a deberlo todo. Con un poquito de ese tesoro llamado asombro, que inexorablemente, se nos escurre entre los dedos.
En el Yagán, lengua indígena de Tierra del Fuego, existe una tierna expresión que relata el coqueteo entre dos tórtolos que se atraen, cuya timidez les hace permanecer en el anonimato de la declaración amorosa. Aquellos que tienen esa mirada cómplice, suave y compartida cargada de efluvios deseosos por iniciar algo. Esos enamorados que se advierten a distancia, pero que ninguno se atreve a dar el primer paso. Lo nombran como "Mamihlapinatapai". Lo curioso es que el código milagroso humano hace que compartamos emociones universalmente y gracias a la lengua, podamos describirlas en un esfuerzo traductor que va mutando siempre. En el español no tendrán palabras precisas pero si logran ser descritas con un conjunto de palabras que aglomeran sus significados en tiernos festínes de la lengua.
No sabía que entre más quisiera yo entender, menos entendería. Durante la adolescencia, pensé que había conocido todas las artes amatorias. Que sabía nombrar a los amigos y a los amantes, a los enemigos y a los pedantes. Creía haber entendido mil razones de ser y existir e inclusive, me atrevía a nombrar lo innombrable, obsesionada por colocar etiquetas dignas de la época del olvido y el insomnio de "Cien años de soledad" descrita por Gabriel García Márquez. En la espiral del nombrar, decidí etiquetarme tanto que un día, me desconocí. El paso del tiempo me labró la conciencia al punto de hacerme entender que no hay etiqueta decisiva para siempre, que lo etiquetado como lo definido, se limita mientras que la esencia humana es expansiva. Nunca limitada, siempre oculta y misteriosa, con algo por descubrir y otra cosa por cambiar. Me quedé sin dientes, sin ropas, sin cuerpo, sin carnes. Ninguna etiqueta me encajó y al salir de vuelta al mundo, como ermitaño que durmió demasiado en su cueva, descubrí también que el asombro se escurre entre los dedos como arena fina y preciosa, compuesta por polvos de oro y diamante, que nadie puede atrapar.
Ningún asombro es suficiente ahora. La capacidad de sonrojarse quedó percudida por la realidad. Ese hermoso tesoro que aún me maravilla como la palabra "hiraeth", del galés, que expresa esa nudo en la garganta guardando una mezcla de nostalgia, anhelo y tristeza por lo que anhelamos, por la calidez del hogar o el año en que creímos ser felices, por los ojos o las posibilidades del ser amado, que ya no existe o probablemente, nunca existió. Aquella emoción que tenemos al proyectar mil virtudes sobre nuestros enamorados y un día, despertar con la realidad golpeando nuestras narices para saber que eso que nos inspiró, se ha esfumado y ni siquiera lo notamos.
El asombro que cosquillea entre las risas de los rusos cuando le llaman a alguien "pochemuchka" para referirse a los necios, esas personas que hacen demasiadas preguntas con una curiosidad infantil, reviviendo los instintos maternales de cualquiera. Que ahora, parecen ser poquitos. Se siente muy poco "komorebi", del japonés, que expresa esa multicolor y sutil, casi humeante, luz solar que se filtra a través de las hojas de los árboles, evocando calma y belleza efímera. Eso que se siente al recostarse en el pasto con un poco de miopía o astigmatismo que encima, le saca destellos brillantes y reluces color arcoíris. Se siente perderse como se pierde mirar al cielo queriendo encontrar formas en las nubes. A esa adolescente que habitaba siempre la emoción "kilig", palabra de Tagalo, Filipinas que describe la sensación emocionante y nerviosa que se siente al experimentar algo romántico o especial, todo le ha quedado enorme y hoy se percibe pequeñita e inerme. Sin entender nada. Quedando a deberlo todo. Con un poquito de ese tesoro llamado asombro, que inexorablemente, se nos escurre entre los dedos.


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